lunes, 26 de septiembre de 2011

Antes y después de Diana.- Manuel Martínez Acuña

Antes y después de Diana 
         
                                                                                                                           Manuel Martínez Acuña

      A escasos días de haberse cumplido otro aniversario más de la muerte de la princesa Diana, queremos hacer memoria de aquella especie de adversidad general que produjo su inesperada desaparición física; y recordar al mismo tiempo lo que fueron su voluntad de vivir, sus amores paradojales desde su matrimonio con el príncipe de Gales (tardío rey de la Gran Bretaña), y, la búsqueda frustrada de su felicitad; todo contrastando con sus cualidades singulares puestas siempre de manifiesto a través del rechazo tácito a todo lo que la sociedad asume de manera inauténtica e hipócrita .
      Fue en Caracas, en una tertulia literaria que se realizaba en casa de nuestro inolvidable sobrino, el historiador Vinicio Romero Martínez y su esposa, la escritora Carmen Mercedes, en donde se habló del tema. Es decir, del oscuro accidente de Lady Di. Sirviendo desde luego como asunto o materia a tratar, el crudo y valiente testimonio; la atrevida u osada confesión de la princesa -profusamente divulgada-, sobre sus amores extramaritales. Lo cual hizo obvio, o casi inevitable, la siguiente intervención de Carmen Mercedes, como respuesta a la pregunta que al respecto le hiciéramos, sobre el alcance que tal hecho pudiera tener en el campo de la salud moral, si no se le llegara a atribuir carácter contrario a la virtud y a las buenas costumbres. Tío,  repuso de inmediato, y con la habitual prolijidad de su estilo, esto que sigue: Los grupos feministas del mundo, aún no han podido visualizar la importancia o trascendencia que tienen las palabras de la princesa Diana de Inglaterra, al declarar a voces que ella mantuvo relaciones extramaritales antes de separarse legalmente de su esposo, el príncipe Carlos, heredero de la corona.
      Hizo una breve pausa y, continuó: Desde el principio de los siglos; desde el momento mismo en que Eva probó la fruta prohibida, la mujer viene cargando con la marca del sexo. Una empapelada milenaria que, a pesar de todos los avances y cambios integracionistas alcanzados por la humanidad, no ha podido quitarse de encima.
Tanto es así que, por ejemplo, cuando se hace referencia del hombre que practica el sexo con diferentes mujeres, se le denomina promiscuo. Y, si además se trata de una figura importante de la política, entonces el calificativo se le suaviza decorosamente con la nota de relaciones impropias. Mientras que a la mujer se le endosa de plano la palabra prostituta, que por supuesto la convierte en una costra de la sociedad.
Y qué no decir también de los millares de mujeres en el mundo, que han sido enterradas vivas, apedreadas,  vejadas y martirizadas, simplemente por presumírseles el adulterio, a través de injustas e insidiosas aprensiones dogmáticas.
      Y, así fuimos las mujeres (continúa Carmen Mercedes), cargando a través de los siglos, con esas y otras muchas más discriminaciones a cuestas. Pero la del sexo ha sido la peor de todas. Dándose el caso de rechazarse, de forma pública y humillante, a la mujer que no llegase virgen al lecho nupcial.
No obstante; -y, porque no hay nada tan ilícito como tratar de empequeñecer o disminuir con manías y cegueras, la realidad-, ya para finales del siglo XIX o a principios del XX, salen al encuentro nuevos valores sociales. Nacen los movimientos feministas, que, en constante lucha contrapuesta a la retórica regida por las religiones, han ido deslastrando poco a poco la mala imagen de la mujer, descosiéndola de esos atavismos discriminatorios; como los que limitan por ejemplo el derecho al estudio, al trabajo o al voto femenino.
En fin, el derecho a un trato igualitario. El derecho a participar y compartir fuera del “eterno femenino”. Es decir, fuera del condicionamiento económico, social e histórico, al cual quedaba rígidamente sometida la mujer. O el de dejar de ser un ente pasivo, frente a esos dioses con rostro humano, que determinan fines y destinos de la sociedad, mediante la imposición a ultranza del matrimonio decorativo.
      Y, ya para finalizar, agrega -fijando relaciones de causa a efecto-, lo siguiente: Quiero dejar bien claro que, tal cosa no significa una abierta invitación a que las mujeres practiquen el adulterio. Muy por el contrario. Es sólo el santo y seña, la conjura y la oración, para encauzar una nueva y auténtica relación de pareja, basada en la dignidad y el respeto mutuo. Y para que la mujer no siga siendo un objeto perdido en la Edad Media.
      Tal fue la interpretación emotiva, genérica, doctrinal, de Carmen Mercedes Romero (con respecto al histórico y polémico mensaje dejado por Diana), originada en el familiar espacio de una tertulia caraqueña. Donde ni siquiera el jefe de la casa, pudo añadir reticencia masculina alguna.

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