lunes, 11 de abril de 2011

EL RUISEÑOR Y LA ROSA - Manuel Martínez Acuña

“EL RUISEÑOR Y LA ROSA”
    Manuel Martínez Acuña                               
                Nunca leí algo así tan fascinante. Ni hubo una primera razón en la que el materialismo histórico pudiera tener tanta relación con la vida y los fenómenos sensibles del amor; como para que Oscar Wilde lo considerara -entre las complejidades culturales-,
algo semejante a un espejo de plata y vidrio a la vez, en “El Ruiseñor y la Rosa.” En el cuento, el comportamiento humano se pone tan por encima de la naturaleza de las cosas que, aún después de ser sublimizado el amor por la muerte del ruiseñor, sólo queda una espina ensangrentada en la arboleda, y una rosa pisada en el camino.
            “Dijo ella (la hija del profesor) que bailaría conmigo si le llevaba unas rosas rojas.” Así comienza este conmovedor relato, moviéndose entre la sombra azul de la pasión y el infortunio de una desilusión. Lo que al final termina con un desplante inusitado, entre las sedas de un carrete.  
            Como nada de lo que se sabe de la naturaleza humana nos hace imaginar un cambio psicosomático importante, la única evolución que conocemos hasta hoy, es la encaminada al individualismo. Pero, como lo que es cierto para el Arte lo es también para la vida, veamos cómo Wilde revela su vitalidad artística una vez más, dándole biografía a una rosa y, personalidad a un ruiseñor, a través de un estudiante enamorado. Cuento que, como toda utopía, también tiene su germen de verdad.
            El mundo y la historia –se decía el joven- parecen ser el fruto de muchos errores juntos. Si no fuese así –continuó-, por qué entonces la felicidad puede depender de las cosas más insignificantes, en las que a menudo se funda. Por qué tengo que sentirme tan desdichado, sólo porque no hay una sola rosa roja en mi jardín, que cumpla con los deseos de mi adorada; que ha prometido bailar conmigo en la fiesta que dará el príncipe esta noche, si le llevo una rosa roja como prueba de amor. 
            El joven trata entonces de imponer su punto de vista subjetivo. Tendido sobre el césped, y, en voz alta y a solas como si estuviera ensayando el personaje de una obra dramática, exclama: “He leído todo cuanto han escrito los sabios, poseo todos los secretos de la Filosofía y, tengo que sentirme desdichado por falta de una rosa roja.” Con lo que llamó la atención de un ruiseñor que, posado entre las ramas de una encina, trasladaba sonidos musicales a ideas literarias, con su canto de luna amanecida.
            “He aquí por fin el verdadero enamorado -se dijo el ruiseñor-.” Y tomándose cierto grado de libertad de acción, recorrió uno a uno los jardines del principado, en busca de una rosa roja que hiciera progresar la relación del estudiante con su adorada. Pero, habiendo regresado al jardín del enamorado, sin éxito alguno, el jardín le sugiere apelar al valor del sacrificio sublimando el absurdo, con un acto de abnegación inspirado por el amor. Es decir, que  cantara y cantara sin descanso esa noche con su corazón pegado a una espina de la encina, hasta que ensanchado su pecho al extremo, la espina pudiera penetrar en su corazón; de cuya sangre nacería la rosa roja. Y, así, como dando forma intelectiva a sus instintos, el ruiseñor cantó y cantó y cantó, hasta que su canto exhaló su última partitura musical. Y de la muerte floreció la rosa.
            “Qué maravillosa obra de la suerte, exclamó” el estudiante, sin pensar en que el bien no puede fundarse en un dios suicida. Sin advertir que algo distinto de lo que se cree de la suerte, puede suceder en un mundo de ilusiones y de modelos sublimes, acaso inventados por el hombre. Y, con un gesto de orgulloso triunfo, se dispuso ir a casa de la hija del profesor, a llevarle la rosa. Pero, como la fidelidad es un fundamento problemático del amor, en el que todo varía según la consistencia de las motivaciones, esta vez la hermosa doncella recibió fríamente al flamante enamorado, con estas palabras: “Temo que esta rosa no case con mi vestido. Y además, el sobrino del chambelán me ha enviado varias joyas de verdad, y todos saben que las joyas cuestan más que las flores. No creo que tengáis tampoco hebillas de plata en los zapatos, como las del sobrino del chambelán”   
            Dominado por el desencanto, el estudiante sólo atinó a decirle: “a fe mía que sois una ingrata.” Y, ya de regreso a su habitación, murmuraba, “¡Qué tontería es el amor!; habla siempre de cosas que no sucederán. Voy a volver a la Filosofía, y al estudio de la Metafísica.”
            Así termina el cuento del ruiseñor y la rosa, lanzado como un patético mensaje hacia lo lejano o lo próximo, por Wilde, para que aquello que nos haya parecido surrealismo, pueda ser creído más tarde por quienes lo van a leer.

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